Diez de la mañana del día 24 de enero de 2012. Frente al Tribunal
Supremo, en Madrid, decenas de personas se concentran con pancartas de apoyo al juez Baltasar Garzón. Los periodistas se amontonan detrás de las vayas montadas por la policía, y se las saltan cuando el único magistrado español imputado por tres delitos de prevaricación (Gurtel, franquismo y los cursos en Nueva York) entra en la Calle del Marqués de la Ensenada, camino de la puerta que lo llevará al banquillo de los acusados.
Empieza el juicio por haberse declarado competente para investigar los crímenes contra la humanidad cometidos durante la Guerra Civil (por Franco y otros 34 generales y ministros del régimen) y las largas décadas de dictadura que la siguieron.
Es el primero de los imputados que responderá ante la justicia por el golpe militar que, en 1939, terminó de derrocar a la II República democrática española, legitimada por el voto del pueblo en 1931. Imputado por haber atendido la petición de las víctimas y sus familiares, algo para lo que ningún otro magistrado se había declarado antes competente, por temor a que la Ley de Amnistía de 1977 les pudiera llevar al banquillo donde hoy se encuentra el juez estrella español.

El Tribunal Supremo, con mayoría de jueces conservadores, decidirá si Garzón prevaricó al acogerse al derecho internacional declarándose competente para investigar los crímenes del franquismo. El artículo 96.1 de la Constitución Española, establece, sin embargo: “Los Tratados internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente en España, formarán parte del ordenamiento interno. Sus disposiciones solo podrán ser derogadas, modificadas o suspendidas en la forma prevista en los propios Tratados o de acuerdo con las normas generales del Derecho Internacional”.
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